Hay un monstruo ahí fuera, ahí dentro, que sigue diciéndome
lo que tengo que hacer incluso en los momentos felices. Cómo comportarme, cómo
reaccionar, cómo interpretar, cómo emocionarme. Cómo, en fin, vivir.
Hay un monstruo ahí dentro que, incluso en la felicidad, me
castiga. Que me insulta si el renglón sale torcido –torcido lo ve él-, que
insiste en cambiarme bajo un pretexto tan presunta como absurdamente lógico.
Que dice mirar por mí sin mirarme. Que no me deja, no ya equivocarme, sino ser.
Hay un monstruo ahí, aquí, qué más da, y sin embargo estoy
viviendo. Cogí una paleta de colores y puse todo lo oscuro perdido de vida. Por
primera vez en mucho tiempo, en muchos años. Desordenadamente,
despreocupadamente, sin miramientos ni complejos. Con alegría, con
entusiasmo. Y sin miedo.
Hay un monstruo que yace indiferente porque ya no, porque ya
le demostraron que no siempre tiene razón, que la vida no son matemáticas y que
a veces hay que creer en uno mismo. Que las casualidades no existen, y que todo
ocurre cuando uno se convence.
Ahora el único que está soy yo.
Y soy feliz.