Me considero alguien
temeroso de Dios pero también del hombre; temeroso, en general, de aquello que
desconozco o que conozco poco. De esta forma, siempre recelé de las máquinas
expendedoras. Nunca estuve tranquilo en presencia de una, sumergiéndome en una
intensa disputa interna entre las ganas de sacar algo y el temor a sufrir una
estafa. Por suerte, mi última anécdota con ellas tiene un ganador. Y, aunque
fue embarazoso, fui yo.
El escenario es la ‘cafetería’
del que ha sido mi periódico dos meses aunque yo lo he sentido así bastante más
tiempo, el Ideal de Granada. Leo no vino a trabajar por lo que me dejó solo
ante ella. No era café lo que el cuerpo me pedía sino comida, pues había salido
el día anterior y aunque la ecuación no tenga ningún sentido al haber llenado perfectamente
mi estómago tres horas antes, algo tenía que inventarme ahora que lo escribo y
entonces cuando ocurrió.
Decidí extraer una
bolsa de patatas fritas. Sí, a las seis de la tarde, y sí, en plena tregua
personal con la mala o, si lo quieren llamar así, pésima alimentación durante
mi Erasmus. Temerario. Introduje las monedas correspondientes y para mi
sorpresa todo fue más fluido que el sexo en ocasiones. Con una circunstancia
inesperada: la bolsa se la pegó contra el cristal y de frente en lugar de
pegársela abajo, de culo y a mi alcance. Ya preparaba la coz cuando la máquina
me avisó de que disponía de una nueva oportunidad sin tener que introducir moneda
alguna. Como soy testarudo de cojones, repetí elección.
Aquel cristal
ofrecía más resistencia al paso de la bolsa que más de un portero de discoteca
francés a mi entrada a su discoteca, y no era fácil. No obstante, me percaté
del avance, y haciendo gala nuevamente de cabezonería que no de paciencia,
volví a marcar el 14. La bolsa siguió sin caer pero como soy un tío atento al
detalle comprobé que la segunda de la fila también rozaba el precipicio. Marqué
de nuevo saboreando ya la victoria sobre la máquina y cayeron no dos, sino tres
bolsas.
Me descojonaba
mucho pero me aplastó el ‘shock’ cuando vi que la máquina seguía sin reconocer
que, no contento con haber pagado por un producto, había pagado por tres al coste de uno. Esta vez tenía un problema porque el abuso siempre tiene un
precio. Saqué una chocolatina.
Cavilaba sobre cómo
volver a la redacción sin parecer Lory Money por Santa Claus o por gordo cuando
en un acto de indudable suficiencia, que tampoco de humildad, dejé una de las
bolsas de patatas dentro de la máquina.
Regresé a mi mesa
no sin apuro y ya sin ninguna sensación de ganador; aunque estoy dejando mi
moral por los suelos soy persona de remordimientos. Mi desfase alimenticio no
pasó desapercibido para mi compañero Pablo, que con ironía me preguntó si no
comía desde el día anterior, o si no me había llevado nada a la boca
directamente desde mi nacimiento. Volví a recurrir al argumento de la fiesta la
noche anterior, ya sin pretender si quiera convencerme a mí mismo.
Curiosamente, Pablo
fue el siguiente en salir de la redacción a la cafetería para sacar una coca
cola de la máquina. No traía consigo la bolsa de patatas y tampoco había tenido
tiempo humano de acabar con ella. Sin duda, entendió todo un poco mejor y
cambió su opinión con respecto a mí, sin necesariamente dejar de ser mala. Pero
lo supo: le había ganado a la máquina.
P.D.: Por si cabía alguna
duda, no devoré toda la lista de la compra aquella tarde, aunque casi.