Los veo de madrugada, tiernos, desde mi coche por
Gran Vía, parado en un semáforo tras un taxi que avanza despacio y ávido por
subir a alguien. Dentro suena La M.O.D.A. mientras fuera ellos se abrazan
divertidos y risueños, regalándose el cariño todavía tímido y respetuoso,
prudente y frenado, de la primera cita. Ilusionados como Colón cuando avistaba
tierra tras años en el océano. Como si fuesen los dos únicos habitantes de un
continente diminuto pero suficiente.
Arranco y los veo por el retrovisor prometiéndose
un beso, húmedos de ganas los labios, que no llega entonces. Él buscará su moto
pensando en la próxima ocasión, cuando la llevará a mirar las estrellas. Ella
entrará en su cama imaginando el calor que aquel cuerpo impregnará en sus
sábanas pronto. Él no lo sabe, pero ella no es tan dulce y no ha superado las
taras que no se ha atrevido a mencionar. Ella lo desconoce, pero él no es quien
dice ser y le sigue dando miedo compartir vistas.
Al día siguiente lloverá, lo dijo el del Tiempo,
y el agua se llevará para siempre las risas que aquella noche les iluminó el
rostro durante un par de horas fugaces.