miércoles, 24 de octubre de 2018

Triste postal de otoño


Los veo de madrugada, tiernos, desde mi coche por Gran Vía, parado en un semáforo tras un taxi que avanza despacio y ávido por subir a alguien. Dentro suena La M.O.D.A. mientras fuera ellos se abrazan divertidos y risueños, regalándose el cariño todavía tímido y respetuoso, prudente y frenado, de la primera cita. Ilusionados como Colón cuando avistaba tierra tras años en el océano. Como si fuesen los dos únicos habitantes de un continente diminuto pero suficiente.

Arranco y los veo por el retrovisor prometiéndose un beso, húmedos de ganas los labios, que no llega entonces. Él buscará su moto pensando en la próxima ocasión, cuando la llevará a mirar las estrellas. Ella entrará en su cama imaginando el calor que aquel cuerpo impregnará en sus sábanas pronto. Él no lo sabe, pero ella no es tan dulce y no ha superado las taras que no se ha atrevido a mencionar. Ella lo desconoce, pero él no es quien dice ser y le sigue dando miedo compartir vistas.

Al día siguiente lloverá, lo dijo el del Tiempo, y el agua se llevará para siempre las risas que aquella noche les iluminó el rostro durante un par de horas fugaces.

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