Es una putada obsesionarse con la trascendencia. Sobre
todo porque no existe, y la que creemos que existe siempre es subjetiva y
depende del ombligo.
Se dan muchas formas de buscarla. Una de ellas, la más
dolorosa, es autoflagelarse con pasión en el amor no correspondido como si
fuera una hazaña, una insistencia épica que se reviste de convencimiento
señalado por los astros pero que en resumidas cuentas es todo invención. No
tiene sentido.
La transcendencia tiene lugar también en lo laboral, con
la eterna insatisfacción que acarrea el que siente que su oficio es vulgar,
insignificante y que para colmo podría desempeñarlo de igual forma o mejor si
cabe cualquier otro mientras él, en un ejercicio de egolatría encomiable, se
castiga reflexionando sobre todo lo que tiene que aportar a la sociedad de su
tiempo.
Pura mierda.
Yo creí estar en camino de la autorealización cuando
estaba enfadado con el mundo, escondido en una esquina como un púgil que no
baja los puños ni cuando tiene la toalla sobre los hombros. Me creía dueño de
una perspectiva que otros no tenían, y mi incomprensión no me llevaba a otro
lugar que a la esquina, al autorefugio y al candado.
Supongo que es síntoma de madurez el darnos cuenta de lo
absurdo de las cosas que hacemos o que si quiera nos pasan por la cabeza. Aquí
ninguno hemos venido a cambiar el mundo más allá de intentar hacer mejor la
parcelita que se nos asigna al despertar en la mañana. Aquí somos los más putos
amos cuando hacemos lo que más nos gusta y menos esfuerzo nos supone si nos
permite vivir de ello.
Somos más felices cuando nos quieren y nos dejan querer. A
tomar por culo la trascendencia.
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