Era tanta la calma, tanto el aburrimiento, que
se sentó en el porche y comenzó a recordar la guerra entre susurros, tomando la
botella como nieto para las batallitas.
“Ella era la razón”, concluía. El cuerpo, la
identidad, una excusa. Inventó una historia tan perfecta, tan cargada de épica
y de drama y de dolor, que no pudo evitar enamorarse de ella, y hacerlo
locamente. El error que lo condenó residía, básicamente, en que la historia,
obviamente, surgía de su imaginación.
Sin quererlo, entró en una guerra de cruel que
arrasó parte de su ser. El camino estaba lleno de cristales, pero era el
camino. Tenía una razón por la que caminar, por la que soportar las esquirlas.
Tan poderosa era esa razón de vivir, esa razón de sufrir, que no quiso
reconocer que todo partía de una ficción. Que se estaba engañando.
Cuando quiso darse cuenta, seguía a tiempo.
Abrió un agujero en lo que ya era un túnel y comenzó a atisbar la luz. Había un
futuro, real, palpable, alcanzable a los sentidos.
En ello estaba cuando se percató de la calma.
Ese mundo le era desconocido. Todo, entonces, se tiñó de negro.
Era tanta la calma, que la tormenta se estaba
gestando.
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