domingo, 4 de marzo de 2018

Miopía

Los que somos miopes arrastramos con nosotros varios problemas, la mayoría de no tan sencilla solución. Entre otros, nuestro hábito de errar más de la cuenta. Ya no es sólo que saludemos a lo lejos a quien no nos conoce o que interceptemos señales que no nos están dirigidas. Ocurre que a veces hasta nos abrazamos a desconocidos, confundidos con nuestro amigo del alma, en un gesto falso y ridículo.

Cuando un miope se equivoca de persona el fracaso es estruendoso. Así son los míos. Tiendo a confiar ciegamente en la intuición, del cuerpo o de su sombra, y me abalanzo de forma desesperada sobre la espalda con una complicidad que no es recíproca casi nunca.

Una profesión de riesgo que no está pagada y que a menudo tampoco parece arreglarse conforme la distancia se acorta. Como cuando abres la puerta de un coche que no es el que te espera. Como cuando coges el metro en el sentido opuesto. Cuando uno está tan seguro sólo puede fallar, por causas inexplicables que a veces sólo salen a la luz días, semanas después, al comprobar que dio un abrazo a quien no debía.

También pasa con los besos, que no desagradan a nadie hasta que dejas de reconocer los labios y te preguntas a quién obedecen realmente. La pregunta incómoda evidencia una decisión desastrosa, a la que sólo puede seguir un silencio ruidoso tras el que nada más se sabe.

Con la consciencia del error la única vía es correr, huir de aquel calor repentino y volátil, circunstancial y mentiroso. Uno piensa en volver a la cueva y abrir el cajón de las gafas, bañadas en el polvo del desuso. Se replantea volver al camino de la certeza, a confirmar antes de actuar, a conducir por la derecha. Un mundo distinto, inmaculado y nazi, sin lugar para la imperfección ni para el arrepentimiento.

Tengo dos buenos amigos que me recomiendan que pruebe las lentillas. Como en todo lo demás, nunca les hago caso. Y las mejores decisiones siguen pasando de lado.

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